El templo románico no es sólo un edificio religioso, es una expresión arquitectónica de la espiritualidad medieval que encierra profundas capas de significado que trascienden a su función estructural. A través de su diseño, con esos muros sólidos y la disposición de sus elementos arquitectónicos buscan reflejar la estabilidad y la ordenación espiritual, siendo además unos espacios un tanto oscuros gracias a sus pequeñas ventanas que juegan con la luz y el color de sus paredes decoradas, generando así una atmósfera íntima que invita a iniciar un viaje místico a través de la arquitectura, llevando a los fieles a la reflexión y la contemplación, alentándolos a sumergirse en su propia fe mientras se alejan del bullicio del mundo exterior.
En el siglo XI, en Europa occidental, se gestó un estilo arquitectónico y artístico relativamente uniforme, llamado románico por la misma razón por la que llamamos romances a las lenguas que derivan del latín. Esa uniformidad se daba por dos razones: por una parte por la influencia de las órdenes monásticas y la reforma de la orden benedictina, cuyo origen proviene del monasterio de Cluny, fundado a principios del siglo X, cuya regla terminaría por imponerse en un millar de abadías en todo Occidente; por otra parte la generalización de las peregrinaciones a Roma y Santiago, lo que hizo que este estilo se expandiera de manera más internacional. Es por esto que en torno a las rutas de peregrinos, y sobre todo en sus puntos estratégicos, se levantaran muchos de los principales templos y monasterios románicos.