Mundo Ibérico

La Vivienda Ibérica

La vivienda era abrigo, cocina, lecho y taller. Todo en uno. La vida no se dividía en compartimentos: se compartía. El hogar de piedra, siempre encendido, era el punto de encuentro al anochecer. Alrededor de él se cocinaban guisos, se hilaban historias, se forjaban objetos y se escuchaban los susurros del viento colándose entre las rendijas.

Las ruinas que ahora descansan en el silencio de los yacimientos arqueológicos no son solo piedras caídas: son los restos de hogares donde latía la vida, donde se amaba, se reía, se tejía, se despedía y se nacía.

 

 

Su arquitectura no era ostentosa, pero sí sabia proteger del frío invernal y del calor abrasador. Sabía orientarse hacia la luz, hacia el viento, hacia los ritmos del campo. En las estancias más amplias, algunas familias guardaban sus riquezas: ánforas rebosantes de aceite, vasijas pintadas con esmero, herramientas de metal que reflejaban el brillo del esfuerzo diario. Las casas de los más poderosos, más espaciosas, albergaban incluso lugares donde debatir o rendir culto a los antepasados.